El sonido inconfundible de la campana del despertador tiene siempre la mala costumbre de sacarme de los más bellos sueños que una pueda imaginar. ¡Dios, cómo odiaba el maldito aparato!
Sin apenas tiempo para ni tan siquiera desperezarme dentro de las cálidas sábanas, salté de un salto al gélido suelo de linóleo y entré en el cuarto de baño pensando en el abultado día de trabajo que me esperaba por delante. Por la mañana debía de acompañar a mi madre a la unidad de oncología para que la realizaran unas pruebas y después debía de asistir a la rueda de prensa que los padres de la última niña asesinada por el asesino del as de corazones, carta que solía dejar junto al cadáver de la víctimas, habían convocado y a la que mi jefe de redacción me había pedido encarecidamente que cubriera.
Una rápido vistazo al reloj de pulsera me puso en alerta de lo tarde que era, así que me di un rápido cepillado de dientes, un rápido cepillado de la larga melena tan rubia como el trigo y un maquillado exprés al que estaba más que acostumbrada por tener un trabajo de periodista a tiempo completo con idas y venidas en tiempo récord. Sin apenas tiempo para ni tan siquiera un café, decidí tomarlo en el hospital mientras mamá estuviera haciéndose las pruebas.
Lo más puntual que yo podía ser, es decir, veinte minutos tarde, llegué a casa de mi madre para recogerla. Después de oírla poner el grito en el cielo ante mi falta de puntualidad y compromiso al que ya estaba acostumbrada desde que empecé en la facultad de periodismo, acabamos en la sala de consultas de la unidad de oncología sólo cuatro minutos tarde, pues mi madre conociendo mi escasa puntualidad muy ladina ella, había quedado conmigo media hora antes.
Mientras le hacían las pruebas bajé a la cafetería y me serví una taza de café con ración extra de azúcar, pues necesitaba estar activa y despierta lo más posible. Cuando subía a recoger a mi madre, la expresión de su rostro había cambiado. Mis sentidos me decían que algo andaba mal y me puse en alerta, conocía demasiado bien a mi madre y su cara mostraba miedo, mucho miedo.
_ ¿Mamá, qué ocurre? ¿Qué ha pasado en las pruebas?
El Dr. Thompson oncólogo jefe del Hospital San Mercy, me invitó a pasar a la sala de consulta. Allí sentada esperando una explicación, se confirmaron mis más terribles temores.
_Christine las pruebas que le hemos realizado a su madre no son
nada halagüeñas, nos confirman que el tumor se ha extendido por
el lóbulo frontal y es necesario una intervención quirúrgica
inmediata.
_ Pero usted lleva meses diciendo que todo iba bien y que había
conseguido detener el crecimiento del tumor. ¿Cómo es posible
que ahora se haya extendido tanto? No debe de haber de un error
en las pruebas.
_ Tranquilícese por favor. El cáncer es una enfermedad que no
tiene una pauta fija, de repente un día se paraliza como al día
siguiente avanza inexorablemente. Lo importante ahora es
erradicarlo con cirugía lo antes posible.
_ ¿Para cuándo sería la intervención? Me gustaría planificarlo para
pedir permiso en el trabajo.
_ Hoy se quedará ingresada y mañana a primera hora entrará en
quirófano. El tiempo está en nuestra contra en estos casos.
_ No me lo puedo creer, nosotras sólo veníamos a que se realizase
unas pruebas y ahora me dice ¿qué se tiene que quedar ingresada?
Como en una de terrible pesadilla acompañé a mi madre a su
habitación, la 334. Llamé a mi jefe para que alguien me
sustituyera en la rueda de prensa y fui capaz de coger algo de ropa
de la casa de mi madre sin dejar que ni una sola lágrima asomara a
mis ojos.
Sentada allí junto a la cama de mi madre, reparé por fin en lo
frágil que se la veía. Nunca antes me había dado cuenta del
pequeño y menudo cuerpo que ahora tenía, parecía una niña
pequeña encogida y llena de arrugas. Necesitaba un café o
acabaría compadeciéndome de mi misma por no haberla prestado
más atención.
Al salir de la habitación me fijé en la anciana que ocupaba la habitación 333, la pobre estaba conectada a un sin fin de aparatos y tubos nasales. Algo no sé el qué, me impulsó a entrar. Una débil sonrisa pegada a una desdentada boca me dio la bienvenida.
_ Hola, soy Christine la hija de la señora de al lado, la de la 334. ¿Qué tal se encuentra?
_ Muy cansada, _me respondió con apenas un hilo de voz_.
_ No se preocupe, verá como poco a poco se va recuperando, _ que mal miento, pensé mientras la miraba_. ¿Está alguien con usted?
_ No tengo a nadie, mi marido murió hace mucho tiempo ya y dios no tuvo a bien darme hijos.
No sé por qué, la soledad de la pobre anciana me conmovió el alma y de repente me vi diciéndole que como mi madre estaba ingresada al lado suyo, si no le importaba yo pasaría de vez en cuando por allí para hacerla compañía. Una chispa de luz atravesó sus ojos y no necesitó decirme nada para que pudiese entender lo que me agradecía el ofrecimiento.
Me despedí de ella y bajé a tomarme mi dosis de cafeína que por cierto buena falta me hacía. En el televisor de la cafetería estaban los padres de Madeleine explicando la muerte de su hija y entre el centenar de reporteros, la inconfundible melena rojiza de mi astuta compañera de redacción que buscaba cualquier pretexto para poder pisarme el terreno. En este caso, yo misma le había abierto la puerta para ocupar mi puesto en la redacción.
Desechando toda idea acerca del trabajo me pasé por el quiosco para comprar alguna revista de cotilleos que mi madre pudiese ojear. De camino al quiosco pasé por el pequeño puesto de flores y vi un hermoso ramillete de flores amarillas de Diente de León. Supe para quien serían en cuanto las vi.
Mientras me marchaba de la habitación 333, la imagen de la anciana junto al ramillete de flores amarillas le daba un aspecto de alegría al sobrio lugar que me hizo marcharme llena de energía.
De nuevo junto a la cama de mi madre me dispuse a pasar la noche lo más cómoda posible si eso era posible, acurrucada en la dura silla de acompañante. En plena madrugada mientras intentaba encontrar una postura que me dejase estirar la espalda, vi parada ante la puerta medio abierta de la habitación a la ancianita de la 333. Me incorporé en la silla y mirándola fijamente sin creer todavía si aquello era o no un sueño, la anciana me dedicó una amplia sonrisa y un efusivo adiós con la mano a modo de despedida.
Con el corazón latiéndome a cien por hora, salí corriendo al pasillo detrás de la ancianita temiéndome lo peor dado su estado de gravedad, pero el pasillo aparecía oscuro y silencioso sin sonido alguno que delatase la presencia de persona alguna.
Al pasar por delante del puesto de enfermeras, no pude por menos que contarles lo ocurrido y cuál fue mi sorpresa cuando éstas me confirmaron tras mirar las fichas de ingreso en el ordenador que en la habitación 333 no había nadie ingresado pues llevaba vacía y cerrada varias semanas debido a un problema de humedades en el techo. No creyéndome nada de lo que me decían, les pedí que viniesen conmigo a la habitación 333, habitación en la que les conté había conocido a la anciana enferma y a la cual le había regalado un ramillete de flores amarillas esa misma mañana.
Tomándome por una histérica enajenada o algo así, consintieron en acompañarme más que nada para callarme la boca y que las dejara en paz de una vez. Al abrir la puerta de la 333 el estupor cubrió el rostro de las dos enfermeras y el mío propio, pues allí sobre la mesita de la habitación lucían frescas y primorosas las amarillas flores de Diente de León que yo había regalado esa mañana a una ancianita inexistente.
Por Ana Maria Marquez
Obra registrada en www.safecreative.org
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